martes, 4 de octubre de 2011

Refexiones de un desencuentro teatral (parte 1)


Por Camilo Zaffora

Ya no puedo ser objetivo con respecto al Laboratorio Escuela de Expresión Corporal Dramática. Me he enamorado de su teatro y su búsqueda de tal manera, que se me hace difícil ir a ver una obra cualquiera y no juzgarla desde lo que he vivido en la escuela. Lo que me está pasando es algo que les ocurre a todos los que acumulan cierta experiencia en un campo determinado de las ciencias y las artes: se identifican con lo que aprendieron, y su conocimiento se vuelve una lente desde la cual observan lo nuevo.

Yo ya sé que busco en una obra de teatro: que me toque el corazón. Quiero enamorarme del actor y para eso hace falta que se desnude, que se comparta a sí mismo tal como es. TODO lo demás es secundario. La técnica actoral, la temática, el compromiso político de la puesta, el concepto, la dramaturgia, la escenografía, el vestuario, el “talento” de los intérpretes. Si no está esa chispa, esa revelación de si mismo del actor, el resto me da igual.

Cuando profundizas en una técnica, desarrollas una forma de mirar teatro. Una actriz entrenada en la antropología teatral con Eugenio Barba ha sabido señalarme la falta de técnica corporal, la imprecisión en los movimientos y las fugas de energía en una obra de Laboratorio. A un dramaturgo le pueden hacer ruido los puntos flojos y las obviedades de un texto. Por mi parte, detecto al instante un actor que se esconde en su técnica, cuando no está ahí sino que hace como que está. Cuando me miente su presencia en el escenario.

Estas y otras reflexiones fueron detonadas por un viaje y por una confrontación. En julio pasado, Jessica Walker y tres de sus actores asistimos a un Seminario Internacional de Interpretación en Noruega. Además de Jessica, dictarían sus clases dos maestras de teatro (una rusa y otra búlgara) educadas en el método Stanislavski. Lo que ocurrió fue el encuentro nada armonioso de la metodología del Laboratorio con una de las escuelas fundacionales de la actuación del siglo XX.

Durante dos semanas, tuvimos la experiencia de que nuestro trabajo fuera analizado (y descalificado) a través de la pesada y polvorienta lente stanislavskiana. Nuestra dificultad para adaptarnos al método en sus clases fue equivalente a la que tuvieron los demás actores para asumir la libertad creativa propuesta por Jessica.

Vengo de un país en el que no hay escuelas importantes de teatro. Allí la formación del actor es ecléctica y variada. Lo normal es que el estudiante de interpretación se forme con diversos profesores, que sea flexible, que beba de diferentes fuentes, haga cursos, cursillos y seminarios durante toda su vida para ir llenando su caja de herramientas. El famoso “todo sirve”. En Argentina, los mejores actores que han surgido en los últimos 20 años se han formado saltando de taller en taller de teatro, clown, danza, mimo, etcétera etcétera. Yo solía comulgar con esta idea. Pero me encuentro ahora en una situación diferente. No creo que todo me sirva. O mejor dicho, algunas cosas me sirven para ver claramente lo que no me sirve. Hay ego en esta afirmación, pero también honestidad.

Las dos semanas noruegas, y otros encuentros posteriores con actores de otras escuelas de actuación, despertaron una serie de meditaciones sobre el teatro, la actuación, la pedagogía y la dirección teatral, que iré presentando las próximas semanas.

La primera es que el arte y la pedagogía piden a gritos una aproximación sin preconceptos. Esto es un llamado de atención para mí también. La teoría es muy seductora, pero puede volverse una cárcel dolorosa tanto para los alumnos como para los profesores que intentan enseñar en base a la misma. Si se toma al pie de la letra, una tradición valiosa y revolucionaria como la del venerable maestro ruso puede volverse un obstáculo para alcanzar lo vivo en el teatro. Lo vivo fluye. Lo rígido no.

 "Los bajos fondos" de Maximo Gorki, dirigida por Konstantin Stanislavski.

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